Abel nace el 5 de enero de 1967 y es el menor de los cuatro hijos de la relación entre la señora Ismenia y el señor Domingo. Llega la triste ocasión en que sus padres deciden separarse luego de una discusión. Doña Ismenia será la encargada de Abel, pero son muchos los inconvenientes que salen al paso. Cuando Abel tenía dos años, Ismenia se casó con don Juan Charris, quien en adelante sería como un padre para él. Su color de piel se torna trigueño, su cabello indio y la nariz la hereda de su madre. En casa se referirán a él como Abe. Su infancia transcurre entre Tucurinca y Orihueca, no tendrá estudio de colegio, pero, eso sí, sabrá defenderse muy bien con los números. Crece y va aprendiendo cómo se gana la vida en el campo gracias a don Juan. Cuando este se levanta y sale a su jornada, Abel le sigue y se va convirtiendo en compañero, le enseña a sembrar papaya, yuca, ají, y ambos gustan de la pesca en los humedales, en la misma Ciénaga Grande y en cualquier charco o riachuelo. Al igual que a Abel, toda la familia va entendiendo que a su padre le gusta trabajar el campo, y ese placer, más la necesidad, hacen que le sigan a Santa Marta, para Gaira, y luego a Guachaca, llegando a La Guajira. Cuando deciden volver, Abel ya está cerca de los diecisiete años.

Ricardo Antonio, el mayor de la familia, se hace responsable de Abel. Quiere hacerlo. Entonces toma la decisión y se van juntos rumbo a Astrea, Cesar, a recoger algodón. Los demás hermanos se quedan en Tucurinca. Con el tiempo, Ricardo logra hacerse a una finca en El Banco, Magdalena, y comienzan a sembrar maíz, yuca y ahuyama. Asierran madera y montan unos hornos para quemar ladrillos. Según sus cuentas, alcanzan a sacar diez mil ladrillos. Nada mal, solo que, cuando llueve, la finca se inunda y no pueden quedarse en ella. Todo se friega.

Es 1994 y deciden volver. Ya antes la señora Ismenia le ha dicho a Abel que regresara, pero la idea no le ha pegado del todo. Esta vez sí es necesario el regreso, porque las cosas no han salido entre Ricardo y su mujer. Han tomado la decisión de separarse y dividir la venta de la finca, así como la custodia de los hijos. De los cinco, tres se irán con Ricardo y Abel. Mientras hicieron la vida por Cesar y Magdalena, en Orihueca las comunidades campesinas se organizaron y tomaron la finca Las Franciscas. Uno de sus líderes, el presidente de la asociación campesina, es el señor Juan. Abel se dedica al trabajo del campo y tres años después se le concederá un pedazo de tierra en donde sembrará inicialmente papaya, ají, limón, patilla y, después, el guineo. Así, en el reacomodo de su vida descubre que los problemas en Las Franciscas son suyos, que es el momento de dar una mano, y de qué manera lo hará.

Comienza asistiendo a las reuniones en la empacadora, va tomando confianza y se lanza a abrir discusiones. No tiene problema alguno en contradecir, si es necesario, a los líderes, entre ellos don Juan. De un momento a otro, pasa a reflexiones sobre intereses más complejos. Cuando pide la palabra, defiende la idea de repartir las parcelas de manera equitativa, recalca que –acá en Las Franciscas hay dos clases de campesinos, el de la tierra y el asalariado. Sostiene que la tierra para ellos es un derecho y apoya a quienes no la poseen para que se les asigne un cupo, para que no se alquilen en otras fincas.

Llega la oportunidad de hacer un balance sobre cómo la gente está haciendo uso de las tierras. La revisión concluye que varios no quieren trabajar y hay que hacer algo. Se propone un comité para vigilar que eso no vuelva a suceder y Abel está en él, junto con su padre y Julio Machacón, el nuevo presidente de la Asociación. Es un crítico algo severo y no le tiembla la mano; señala directamente qué tierra está sin usar, quién la deja intacta, pero sabe que la gente necesita trabajar. Llama la atención y, si el caso es grave, respalda el acuerdo al que todos llegaron de quitar hectáreas. Toda esta entrega a su comunidad le será reconicida: será elegido presidente de la Asociación de Usuarios Campesinos de Iberia. Otros no se lo perdonarán: estará al frente tan solo un año.

Pero mientras se forma como líder, Abel sigue en lo que le gusta. Está sembrando papaya, patilla, ají, toda la producción la saca a Orihueca y, de ahí, al mercado de Barranquilla. Y en esas, a veces aprovecha la ida y se consigue un gallo fino de pelea. Le había tomado algo de gusto a las peleas de gallos allá en El Banco, cuando aserraba madera, y de vez en cuando le vuelve a dar ese gusto. Entonces va y escoge el animal, lo entrega a algún amigo para que lo cuide y prepare, y que, por favor, le avisen cuándo será la pelea. Es el día y aparece feliz. Va acompañado de Ricardo Antonio, Joaquín Segundo y Mario, los tres hijos de Ricardo, y todos hacen sus apuestas. Ellos, dos o tres mil pesos; él, diez mil, y a veces más. Entre su familia se escucha: –bueno, ¿tú, qué? ¿Te volviste gallero ahora de viejo? Porque nosotros no venimos de esa línea de familias galleras. Sin embargo, este tipo de noches no son frecuentes y él las agradece mucho. Al fin y al cabo, todos vuelven a su casa sin problemas.

Si poco saben de sus peleas de gallos, es seguro que sí conozcan el cariño de Abel. Porque es quien está pendiente de que no falte la comida y la salud en la familia. Si alguien se encuentra enfermo, se le dedica aún más. –Jamás se olviden, jamás dejen de visitarse. Deben apoyarse siempre, –dice a sus hermanos cuando sospecha inconvenientes–. A sus sobrinos los lleva a sembrar papaya y aprovecha para darles consejos. –Pollos, yo soy analfabeta y no quiero que eso les pase a ustedes. Si pueden, estudien y ejerzan una carrera. No tengan inconvenientes con nada ni con nadie. No vayan por mal camino.

Hay ocasiones en que ni siquiera es asunto de las palabras. Era normal que Abe terminara su labor y llegara de sorpresa a donde trabajaba alguno de sus hermanos. –Vine a darte vuelta. Cuando ve que daban las cinco de la tarde, volvía y repasaba la visita. –¡Vamos, vamos!, que yo no te voy a dejar a aquí. Y si terminaba con tiempo su jornada, se adelantaba al pueblo, llegaba a casa de sus hermanos y preguntaba: –¿ya vino mi hermano?

–¿Qué puedo decirte? Abel era un hombre maravilloso con nosotros. Así es. Se conocen una noche, cuando Abel decide pasar a saludar a una vecina y encuentra a una mujer con un menor en brazos. –Me presento: Abel Bolaño. –Soy Mabel. Abel siempre ha sido muy conversador y ahora más que está interesado. Le pregunta si vive sola, si vive cerca, y se entera que tiene dos hijos que el padre los abandonó. Desde el día siguiente, Abel no dejará de visitarlos, llevará alimento y otros enseres para todos. –Ve, cocínale a los pelaos.Mabel, ven, lávales la ropa. Y ella: –Abel, cómete este poquito de comida. Todo como si se hubieran conocido siempre. Abel ya lo había advertido, cuando, en una de esas visitas, toma a uno de los menores y lo mete entre sus piernas. –Mijo, yo voy a ser tu papá. Abel y Mabel se comprometen en solo un mes y vivirán cerca de cinco años. Irleis y Reinaldo serán sus hijos.

Llega 2004. Nadie en Las Franciscas desconoce de la difícil situación que se vive con la presencia de los paramilitares. Entre junio y julio, Abel es elegido por sus compañeros de Asociación como presidente, justo cuando las cuentas arrojan varios asesinatos a sus líderes. Se reúnen en la empacadora para hacer balance de lo que sucede y también para evitar a los desconocidos. A pesar del miedo, los asistentes encuentran en Abel la persistencia y la coherencia. –Si a mí me matan en esta lucha, que esa muerte mía valga la pena; no se vayan a echar atrás, no vayan a huir. –¡Que pa’lante y vamo’a luchar! Muchos menguan, pero él insiste en dar ánimo. Esta misma idea la expresa ante una de sus hermanas: –bueno, mi hermana, si a mí me matan, de malas, pero yo quiero que la lucha se gane. Así de sencillo, así de contundente. ¿Por qué habría de ser diferente? Él, en su lucha, no se ha quedado callado, es muy expresivo, lo que siente lo dice enseguida.

Humano que es, se le escucha decir en voz baja: –yo voy a ver… pa’ ver qué es lo que hago, porque yo siento pisadas de animal grande detrás de mí. En las noches, Abel se recuesta y conversa con su mujer. Para pasar una mejor noche, Mabel y Abel han pactado que lo primero es dormir a los niños, eso es a las ocho de la noche, y luego se contarán sus vidas. Así ha sido. Para la época, ella se ha dado cuenta que Abel se acompaña de su machete para donde vaya y, al dormir, lo deja listo debajo de la cama. Algo pasa. –Mabel, a mí me van a matar, yo presiento que me van a matar. –¡No, hombe!Es que me van a matar. Con los días le crece el miedo. Hay un ruido que viene de la calle y Abel piensa que es una moto. Corre con el machete y se hace detrás de la puerta. –Antes que alguien me mate, yo lo mato. Quince días durará la moto y su ruido rondando la casa y la persona de Abel, y eso no pasa inadvertido para Mabel. –Abel, ven acá. Tú siempre tienes ese machete afiladito ahí debajo de la cama. Y cada vez que pasa una moto, un carro, te vienes y paras corriendo. Vas a ver que un día de estos vas a soñar que te están atacando y tú nos vas a picar. Dormido nos vas a picar.

–Se sienta y reflexiona–. –Tienes razón… Y así, entre ellos nada más, deciden hacer un pacto. –Peleaste conmigo, di que peleaste conmigo, ¿oíste? Se llevará sus cosas y muy cumplidamente pasará a las diez de la noche a dejar la plata de la comida del otro día.

Se le ha citado para hablar de las parcelas. Sabe quién está detrás de ese llamado. Se le acercaron dos trabajadores de la multinacional bananera Dole para informarle que debe ir a una reunión. No le quedaba más remedio que aceptar. –Que vendan las fincas y que desocupen los predios, –le dijeron–. Será entre un millón y un millón y medio por hectárea. –Seremos justos con los parceleros. Todo eso fue lo que le prometieron. Abel hizo cuentas, aceptó, pero su intención real era reunir el dinero suficiente para conseguir un abogado que los defendiera, aunque sabía de antemano lo que podría venir. Como conclusión, se acordó una nueva cita para la entrega del dinero asegurado.

En efecto, Abel sabe lo que se acerca, pero qué más puede hacer. Tres meses atrás había entrado el mismísimo Tijeras con sus hombres gritando: –¡todos, a desocupar! Tijeras se había ensañado con José Kelsi, el entonces presidente de la Asociación, y solo se le quitó la mala rabia cuando lo mandó matar. No se le olvida a Abel que, ese mismo día, fueron obligados a ir a la finca La Teresa, en donde otro grupo estaba esperándolos. La gente fue encerrada en una bodega y solo podían salir si firmaban papeles en blanco. –Ya sabemos en dónde viven. Reciben entre 200.000 y 270.000 pesos, pero a la salida deben pagar una especie de multa. Entre treinta y cincuenta mil pesos. Pese a todo, Abel cumple.

Tres hombres armados los reciben, los obligan a entrar en una habitación y traban la puerta con candado, piden cédulas, hacen firmar papeles en blanco. Los montos cambian y dicen que entregarán entre 160.000 y 650.000 pesos. Otra vez hay un descuento de cincuenta mil pesos en la salida.

Es el final de 2004 y se vive en alerta roja. Están circulando amenazas contra los hermanos Charry porque se han negado a dejar las tierras. –Se las dan de bravos, –mandan decir los de las armas–. Abel y su hermano Ricardo también están señalados. Para fortuna de todos, no sucede nada. Hasta que se llega al 13 de enero de 2005, ocho días después del cumpleaños de Abel. Y, como siempre, lo agarró entregando cariño.

En la noche anterior, comenta a varios de sus amigos que lo van a matar. Sin embargo, les reitera que hay primero un compromiso con la lucha que mantenía la comunidad: – no abandonen, si a mí me matan, ganaremos. A la mañana siguiente, visita a su hermana Ángela: –Ange, mi hermana, cuida los pelaos, cuídalos. Se dirige ahora a visitar a Ricardo, quien ha ido a cortar guadua para terminar de encerrar la casa que está construyendo. –Está en el monte, –dicen sus sobrinos–. Son las nueve de la mañana. –No, yo no puedo dejar a mi hermano solo, yo me voy pa’llá donde está él. Lo busca a gritos por el monte y finalmente lo encuentra. A las diez y media de la mañana les llega el desayuno que ha llevado el hijo menor de Ricardo, quien se devuelve rápidamente. Al rato, perciben que se acerca una moto, una DT–125 que se estaciona a unos treinta metros de donde comen. Dos hombres se dirigen hacia ellos. –¿Quién es el señor Abel Antonio? –Ricardo sale al paso–. –¿Quién lo busca, pa’ qué lo buscan?No, lo que pasa es que le traemos una razón. Lo dicho, no lo perdonan. El hombre a quien buscan es aquel que ha organizado a la comunidad y les ha dicho que resistan; ha viajado a Bogotá y a Santa Marta para preguntar por las tierras y ha vuelto con buenas noticias. No le toleran que se haya resistido al paso del buldócer, meses antes cuando mataron a José Kelsi, para arrasar con los cultivos de los parceleros. Frente a los pistoleros, Abel no tiene preguntas, solo atina a decir: –ese soy yo.

Hoy, en Las Franciscas, se recuerda en todo momento a Abel. Lo que ha dejado se encuentra en lo que ahora es la comunidad. Al recordarlo, lo primero que se le viene a la cabeza a varios es su liderazgo, pues –él analizaba muy bien las cosas y nunca fallaba en lo que él pensaba. Sabía bien lo que se debía hacer. No fallaba. En los poquitos días que él estuvo al frente de la Asociación, vimos su capacidad. Eso que “vamos hacer esto. Si nos dicen que sí, nos va bien, y si nos dicen que no, también”. Y así eran las cosas de él. Y ahora que las analizamos, en verdad así es, así es. Lo concluye alguien de manera sencilla: –gracias a Abel es que estamos reunidos.

HISTORIAS DE VIDA Y RESISTENCIA

Los logros de AUCREFRAN (Asociación de Usuarios Campesinos Retornados a las Franciscas I y II), que ha representado a más de cincuenta familias, han sido posibles gracias a su persistencia y valentía. Muchos miembros no alcanzaron a ver el día en que los largos años de trabajo de la Asociación rendían fruto. Quienes regresan a sus tierras han querido rendir homenaje a varios compañeros y compañeras que se quedaron por el camino de regreso a las Franciscas. Los siguientes perfiles biográficos corresponden a quince personas, cada una con formas distintas de ser y de pensar, a quienes les unió la amistad, el amor por la tierra, el orgullo de ser campesinos y el sueño de recuperar sus parcelas. Recordar sus orígenes, sus anécdotas y sus expresiones de tristeza y alegría fortalece a la Asociación y les llena de fuerza para seguir su ejemplo. A quienes no los conocieron, estos relatos nos inspiran con su legado de honestidad, trabajo y lucha por la justicia en Colombia.

Abel Bolaños

Dora Ortíz

Henry Solano

Hermanos Julio

Hermanos Terán

Ismenia Morales Matos

Jaider Rivera Acuña

José Kelsi

Juan Bautista Charris Pazos

María Encarnación Badillo

Miguel Anchila

Miguel Segundo Manga

HISTORIAS DE VIDA Y RESISTENCIA

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