JUAN BAUTISTA CHARRIS PAZOS
JUAN BAUTISTA CHARRIS PAZOS
Era un moreno muy pisco. Muy buena gente, con un temperamento fuerte. –Un fosforito –como decimos–. No le aceptaba juegos a nadie, solo al Señor. El que se lo echaba de amigo, bien, pero de enemigo… ¡cuidado! Cuando alguien lo ofendía, enseguida le quitaba el agrado. Ya no existía para él. Le conocimos con ese carácter, pero también era un hombre alegre. Lo vimos riéndose cuando jugábamos buchácara6 , dominó o en los gallos. No era un señor egoísta, al contrario, siempre fue un hombre servicial.
Acá lo conocimos porque fue uno de los primeros en llegar a Las Franciscas. Para ser justos, él tenía tiempo recorriendo la región. Desde los años setenta estaba caminando y trabajando en distintas haciendas en lo que le saliera. Supo entonces que la tierra no solo era buena, sino que mucha de ella podía obtenerse legalmente. En 1986 llegó precisamente a Orihueca detrás de un trabajo como cortero en Palmira, una finca bananera.
La idea de un terreno propio también la tenían otros acá. Pronto se comenzaron a reunir, a organizarse para buscar una hacienda y poder sembrar. Encontraron que Las Franciscas era tierra baldía y viajaron a Santa Marta a preguntar cómo era el asunto. Allá les dijeron que sí, que eso era del Estado. –Se puede tomar –les dijo el gerente del Incora–. Con eso les dieron la vía libre para la toma.
Don Juan y otros se habían acercado a la Anuc, en Ciénaga; allá les dieron sus carnés y, tiempo después, nos visitó un grupo para hablar con algunos de nosotros y también revisar las parcelas. Aparte, se organizaron y conformaron un comité. Para todos era la felicidad, imagínense. Luego de eso, vino la madrugada aquella. Ya lo tenían todo planeado. Eran treinta personas las que se lanzarían a la toma. Salieron antes de que aclarara y se metieron así, sin más, a la tierra para trabajarla. Ya todo estaba hablado; se había decidido que sería de a dos hectáreas para cada uno, aunque el trabajo lo debían hacer entre todos. Don Juan y la señora Ismenia, su esposa, fueron los primeros en tomar posesión de la parcela y fue pronto que sembraron maíz, yuca y plátano en cantidades.
Lo que sigue ya lo conocemos. Aparecieron unos hombres armados al mando del señor Antonio Riascos y comenzó la expulsión. Varios fueron llevados a la cárcel. Pese a ello, el sentimiento era que las parcelas eran de su propiedad y fueron muchos los que no apartaron la mirada del lugar; salieron, sí, pero continuaron trabajando en la zona. No se les fue esa sensación y, luego de nueve años de espera, encontraron una nueva oportunidad. La empresa bananera Dole había abandonado Las Franciscas. No nos queda claro el por qué. Tal vez la razón sea aquel vendaval que arrasó la zona y se llevó al carajo todo el banano. Tal vez sea por el conflicto armado, como dijo la Dole7. Lo cierto es que en 1996 no se sabía de la empresa y era momento de regresar.
El retorno no fue difícil. Realmente el comité nunca se disolvió; siempre estuvieron haciendo gestiones, averiguando en dónde les podían ayudar. Algunos no quisieron saber más de lo que pasaba, otros no volvieron por miedo y otro tanto porque ya se habían establecido en el pueblo. Sin embargo, el grupo se había hecho más grande. Aparecimos los hijos de estos primeros parceleros y aparecimos otros que nos interesó sumarnos a este trabajo. Y, si en este tiempo nada se derrumbó, se lo debemos a los liderazgos. Se lo debemos a don Juan y se lo reconocimos cuando fue nuestro presidente en los siguientes cuatro años.
Y en ese tiempo no nos quedó mal. Lo veíamos viajar y hacer las diligencias que a algunos nos daba temor. Estaba al tanto de todo lo que pasaba: si alguno de nosotros tenía dudas, lo más seguro era que don Juan las resolviera. En su cabeza estaban las fechas, los lugares, los nombres. En las reuniones era así: sabía el detalle de lo que sucedía. También le debemos a su carácter disciplinado que nos ayudó mucho a no perder el sentido de la organización. Cuando se decía a trabajar, era a trabajar. Era el más serio y no aceptaba los juegos. En una ocasión algunos de nosotros no queríamos trabajar. En la reunión se buscaron soluciones y acordamos crear una veeduría que examinara quién no estaba trabajando y cuáles eran los motivos. Se acordó que se le quitaría la mitad de la tierra a quienes fueran perezosos. Don Juan era uno de los dos encargados de la investigación. El resultado fue que ese comité sí sirvió y se cumplió lo acordado. Algunos entregaron parte de sus tierras y luego se cedieron a otros que sí las cultivaron.
Pero también le tocaron las duras. Como la vez que nos mataron a José Kelsi. Al enterarnos, muchos salimos a buscar lo que pudiéramos de los ranchos y dejamos las tierras abandonadas, mientras otras familias decidieron resistir y correr el riesgo. Al lado del cuerpo de Kelsi se quedaron tres compañeros, uno de ellos fue don Juan, arriesgándose a que les sucediera lo mismo. Y un año después le tocó su propia tragedia, cuando mataron a su hijo Abel, quien en ese momento era nuestro representante de la organización. Ahí sí le tocó desplazarse, ya con setenta años vividos.
Nosotros lo recordamos como una persona comprometida con la Asociación y con su trabajo. Le gustaba siempre tomar la delantera en las labores que se iban a hacer. Si le decían a las seis de la mañana, llegaba a las cinco y media. Es que le gustaba mucho sembrar y lo repetía… Pero fíjense, con la cantidad de actividades le sacaba tiempito a pescar, cosa que le gustó desde joven. Años atrás no podía dejar de escaparse a los riachuelos o al mar. En Las Franciscas, si no alcanzaba en la tarde, hacía el esfuerzo y lo hacía en la noche. Se iba en la oscuridad mientras sus hijos y esposa dormían. Bajaba al río y volvía a eso de las once de la noche con varios pescados grandes. Traía campucho, un pez que parece un coroncoro. A veces doña Ismenia lo escuchaba llegar y, si no era muy tarde, los escamaban entre ambos. Si sus hijos se despertaban, entonces los peces más grandes iban a parar a la olla con batatas, ñame y culantro; y cuando estuviera listo para ir al plato, pedía que dejaran fuera el arroz, porque no le gustaba. La pesca fue su pasión y en las situaciones difíciles lo socorrió. Cuando no había mucho para comer, se hacía acompañar de sus hijos al río a buscar loras, que son similares a las cachamas. Lo que agarraban era vendido para hacer compras para la casa.
Fue un tipo humilde que amó su tierra. En un día de trabajo usted lo encontraba de pantalones largos, con la camisa manchada de guineo; pero los domingos, como se hizo hombre de iglesia cristiana, vestía su mejor ropa, limpia y planchada. No le gustó salir mucho de Las Franciscas, aunque liderar el comité lo obligó a viajar. En esas salidas conoció el ritmo de las ciudades y lo detestó. –La ciudad es pa’ visitarla –decía–. Así que su rancho era su paraíso. Y mire usted, ese hombre se sacaba la severidad con sus nietos y se le encontraba echando sus historias de joven, como cuando recogía café. También los sentaba y aconsejaba, les decía que las cosas se conseguían trabajando y que no fueran a ser gamines, sino muchachos de bien.
Acá en la comunidad, a don Juan le aprendimos a camellar duro y echar pa’ lante hasta el final, sin dar el brazo a torcer. Nos tocaron las malas y él siempre estuvo ahí como un riel, parado en la raya. Eso es de admirar. Pero, sobretodo, lo más importante es que nos enseñó que no hay nada mejor que tener su propia tierra y trabajarla. Nos enseñó lo bonito de ser independientes.