MARÍA ENCARNACIÓN BADILLO
MARÍA ENCARNACIÓN BADILLO
Amaíta era de color[10]. Su cuerpo era grueso, con el cabello rubio y ondulado, nariz grande y ojos rayados y claros. Nació y creció en Riofrío, ahí mismo en Zona Bananera, y llegó a Las Franciscas con su esposo en 1996, siguiendo la suerte de sus hijas y de muchos parceleros que decidieron retornar a la región. Años atrás, los parceleros fueron expulsados y sus tierras pasaron a otras manos a causa de enredos y amenazas. No habían podido pelear, pero ahora algo estaba componiéndose. El rumor era que la tierra podría volver a ser de ellos.
–Las tierras están baldías –se decían–.
–¿Quién dice?
–El Incora.
–¡Entonces vamo’ a sembrar!
En las reuniones los parceleros hablaban de leyes, de algún abogado, de derechos adquiridos, y Amaíta prestaba atención a lo que discutían. Luego de la toma de las parcelas, todos limpiaron y adecuaron el terreno. Ya el resto era a gusto de cada cual. Amaíta y su esposo se fueron por la siembra de yuca, maíz, melón, patilla, fríjol, y después con el plátano y el guineo. Esa vida sencilla la enamoró: las madrugadas desde la Bretañita, en donde pasaban la noche, hasta la caminata a la parcela para sembrar. Con el tiempo se fueron a Las Franciscas y el trabajo de campo recayó principalmente en su esposo, a cambio, ella se hizo cargo de las demandas de la casa. Se detuvo a pensar y entendió que eso que estaba viviendo, los animales dispersos por la finca, la esperanza de una buena cosecha, la familia acompañándola, era realmente ser feliz. La idea persistió y fue el inicio de una curiosa pasión: no salir mucho de la parcela y mucho menos visitar a alguien. La excepción era la familia. A veces se le veía dirigirse a la quebrada a pescar, pero no era más.
Los familiares y amigos recuerdan que esta actitud no era desprecio. Al contrario, había sillas para quien fuera de paso a saludar o un plato de comida para el que llegaba sin aviso. Su casa era una invitación. Y como la cocina era otro de sus amores, al visitante le dio a probar la papa rellena cocida, el arroz con carne o el arroz con coco; si fue para navidades, encontraron pastel de pollo y cerdo o bollos. O, sencillamente, un macabí asado con arroz, que era su preferido. Toda la comida le quedaba más que bien y habría que verle la cara de felicidad cuando servía las porciones. Cuando se acercaba la Semana Santa, Amaíta pensaba mucho en conseguir frutas, pues tenía la idea que para los siete días vienen bien los dulces. En las parcelas encontró papayas, mangos, cocos y, sobretodo, malanga, que ella sembraba con mucho cuidado porque el dulce que le sacaba era su favorito. Quienes los probaban, celebraban y repetían. Ciertamente, la decisión de quedarse en casa le permitió mostrar toda su hospitalidad.
El mundo de Amaíta fue más alegre cuando llegaron los nietos. Quiso ser la encargada de cuidarlos y consentirlos, y no pudieron quitarle ese privilegio.
–A todos los quiero tener –decía–.
Cuidó a los nietos, los cargó, les dio aguapanela, los bañó. Con sus hijos ya grandes, el turno lo tomaron ellos.
–Eres una abuela muy consentidora –le decían sus hijas–.
Y cargando al nieto más cercano, respondía,
–¡Ajá!
La verdad es que sus hijos vivieron lo mismo. Cuando la describen, piensan en palabras como cariñosa, amigable, amorosa, pendiente de todos. A tanto cariño compartido, sus hijos y nietos encontraron de casualidad una forma de reconocérselo. Para un mes de mayo le regalaron un vaso con una inscripción: Feliz día de la Madre. Amaíta sintió su corazón hecho agua. Cuidó ese vaso como si fuera el único. Era su vaso. En la familia se dieron cuenta del contento de la madre y abuela, y alguien le dio otro. El resultado fue el mismo júbilo o quizás más. Con el tiempo aumentó la colección, a la cual le dedicó mucho cuidado.
Haciendo honor a su humildad, se alegraba con la sencillez de los detalles. Fue en una fecha especial cuando le ofrecieron un regalo. Venía de una de sus nueras, envuelto en papel de colores. Era pequeño y le cabía en una mano. Con nervios lo abrió y descubrió dos pequeñas piezas brillantes. Se enamoró de esas lucecitas. Sus ojos le relucían y no era para menos: nunca había tenido un par de aretes. Le dijo a una de sus hijas:
–Vamo’ a buscar el vestidito.
Todos sabían a cuál se refería. Amaíta disfrutaba de coser tanto que sus sábanas y vestidos ella misma los confeccionaba con retazos de tela. Entonces entraron al cuarto y sacaron una de sus pertenencias más queridas, una larga falda verde que la tenía para ocasiones especiales. Se vistió y se puso los aretes. Ese día decidió que no se los quitaría jamás.
En esos detalles se levantó el mundo familiar de Amaíta. En el de Las Franciscas y en Orihueca le llamaron por su nombre completo, María Encarnación, pero eso es solo un detalle formal. De una u otra forma, ella es pensada por la comunidad como una señora muy alegre, llena de alegría. Otros fueron más puntuales.
¿Por qué la recuerdan?
–Era muy familiar.
Se había dado a conocer recién llegados a Las Franciscas, cuando iba a las reuniones del comité de la Asociación campesina. En ellas, las mujeres no fueron invitadas de piedra y en ocasiones eran las que gritaban:
–¡Vamo’ a sembrar yuca!
–¡Nosotras también trabajamos!
Comenzaron a invitarla a las juntas. Asistió a cuanta reunión la llamaron y prestó atención a las charlas. En algunas oportunidades llevaba a sus hijas para que también fueran aprendiendo. Su esfuerzo y trabajo le fue reconocido doblemente: logró entrar al comité y posteriormente se hizo a dos hectáreas de tierra. A esta parcela la bautizó La lucha.
Luego todo cambió. El asesinato de los Terán y, más tarde, el padecimiento de un hijo, removieron el universo de Amaíta. Con lo primero, el miedo llevó a que sus hijas y su sobrina se alejaran de Las Franciscas y, con ellas, sus nietos. Fue así que aprendió lo que era estar sola y no le gustó. Volverían al poco tiempo, pero el daño ya estaba hecho. Con lo segundo, se enfrentó al dolor de Víctor Modesto, su hijo mayor. Era con él que se permitía hacer excepciones a su regla. Salía en las mañanas y se dirigía a Riofrío a visitarlo. El recorrido lo hacía completamente a pie, a pesar de que estaba muy distante de su casa. Víctor había comenzado a enfermar y, para colmo, se quedó solo con sus hijos. Decidió buscar una casa cercana a su madre y así tener un poco más de ayuda. Ya vecinos, Amaíta pasaba la mayor parte del tiempo cuidándolo y al tanto de los niños. La situación empeoró, ya los nietos eran más dependientes de los abuelos, quienes no encontraron otra alternativa que llevar sus cosas a aquel rancho.
Los días en que Amaíta volvía a su antigua casa para estar con sus otros hijos y nietos ahora eran poco frecuentes. Asomaba porque la situación lo requería. En una oportunidad, se presentó con una maleta en casa de una de sus hijas:
–¿Ah, y qué?
–Pa’ que me lleves al médico.
Había sido Elizabeth la escogida para que le ayudara. ¿Y cómo no? Alistaron juntas lo necesario para la cita y el viaje. El resultado de la revisión le había ordenado reposo y cama. Fue así que se quedó varios días con su hija hasta que fue mejorando, aunque a la vez le crecía la sensación de que algo faltaba. Se le dificultó decirlo al comienzo, pero por fin halló la manera de manifestarlo:
–Me voy.
–¿Por qué?
–José está solo, no tiene quién le haga el tinto.
Así fue que volvió con su esposo.
Falleció Víctor. Amaíta siguió su vida en ese rancho. Volvió entonces a su idea de no salir, de no visitar. Seis meses después no quiso más y se dejó morir. La acompañaban sus dos nietos y su eterno José. La enterraron con los aretes puestos. Sus tazas del día de la madre pasaron a sus hijas y hermanas. La Lucha quedó a las órdenes de José.
A sus hijas también les dejó su amor en forma de consejos. Como aquel que les entregó cuando ya comenzó a verlas adultas.
–Mis hijas, vea que ustedes ya se casaron. El matrimonio no es como de juguete. Cuando una se casa cambian las cosas. Ya no se está para andar derrochando por ahí y jugando. Ahora es diferente. Ahora con sus maridos se tienen que respetar.
Y así fue que Amaíta gozó y sufrió Las Franciscas. Sus hijas, quienes han contado esta historia, la describen en solo cinco letras: ella fue libre.
[10] Blanca.