Días después de que estuvieron los del Centro Nacional de Memoria Histórica preguntando por los líderes del proceso de Las Franciscas, Armando, Jorge y Ricardo, amigos de Justo y Marcelino, fueron a visitar a la señora Arsenia para preguntarle cómo le había ido en la entrevista y contarle lo que a ellos les habían preguntado sobre los hermanos Julio.

Doña Arsenia, cuéntenos bien, ¿cómo fue que ustedes llegaron aquí? Nosotros conocimos a Justo y Marce durante muchos años, pero esa historia no la conocemos –preguntó Armando.

Bueno mijo, nosotros llegamos aquí como en el 71, cuando eso Justo ya tenía un año. Él, al igual que yo, nacimos en Luruaco, allá en el Atlántico. Yo me acuerdo que me vine porque mi papá vivía aquí, por los lados de Caño Mocho y ahí estuve un tiempo, me gustó y me quedé a vivir con Modesto, mi compañero. Al principio nosotros llegamos a vivir a una finquita cerquita de Iberia y ya luego nos pasamos para donde Hernando Enrique Potreros, esa era una finca ganadera. Modesto ordeñaba y se encargaba de todo. En esa finca vivimos varios años, allá nacieron Juan, Eduardo, Rosa, Carmen y Marcelino, fuimos felices hasta que nos aburrimos de vivir metidos entre el monte, entonces Modesto dijo: –mudémonos para el municipio–, y así fue como llegamos aquí. Tiempo después fue que hablando con el compañero Juan Charry, yo le dije que me prestara un pedacito de tierra para sembrar y me dijo que sí, ahí fue cuando nosotros llegamos a Las Franciscas en 1998. Yo sembré una hectárea, primero media, y ya después él me dijo: –bueno, quédese con esa completa–, y ahí seguimos trabajando, allá iba yo con mis hijos que ya estaban más grandes.

Mami, pero espere, no se adelante, que Ricardo y Armando le estaban preguntando cómo fue que usted y mi papá llegaron aquí –dijo su hija Rosa desde la sala.

No, pero no se preocupe seño Arsenia –dijo Armando–, que eso que nos está contando también nos sirve, porque cuando nos preguntaron los de Memoria Histórica por cosas de cuando Justo y Marce eran más pelaos, nosotros no supimos qué responder y pues quedamos con esa duda.

Siendo así entonces les cuento –señaló Arsenia– que allá en Las Franciscas nosotros tuvimos mango de azúcar, unos palos de zapote y yuca, sembramos hasta doscientas matas de ñame. Yo me acuerdo que nosotros íbamos, sembrábamos, trabajábamos, pasábamos el día allá y ya en la tardecita nos veníamos para acá pa´ la casa, al siguiente día volvíamos y así todos los días.

¡Ah! O sea que ustedes alcanzaron a estar bastante tiempo allá, ¿verdad? –preguntó uno de los amigos de Marce y Justo.

 

Sí, pues nosotros estuvimos allá hasta el 2004, ya nos habían matado a Jose Kelsi y ahí nosotros habíamos seguido “diando y diando”, mejor dicho, trabajando duro y parejo como dicen en Bogotá. Pero en 2005 mataron a Abel, y todo lo que pasó en adelante fue muy triste. Como a los tres o cuatro días llegaron y nos dieron noticias de que nos daban tres días para que nos lleváramos lo que pudiéramos sacar. Eso fue triste, lo único que se arrancaron fueron diez talegas de yuca. Una talega en ese tiempo estaba como en cien mil pesos. ¿Se imaginan cómo estaríamos nosotros si hubiéramos podido seguir cultivando ahí? Seguramente, Justo y Marcelino no hubieran tenido que irse para Venezuela a trabajar tanto tiempo…

Ay mami, pero piense que nosotros nos fuimos por nuestro bienestar, ellos allá se fueron fue a trabajar –dijo su hijo Eduardo que había salido a saludar a la visita.

Sí, eso es cierto doña Arsenia, a nosotros Marce y Justo nos convidaron para que nos fuéramos con ellos para Maracaibo, incluso Ricardo se fue y trabajó con ellos unos años. Sobre eso fue que nosotros hablamos en la entrevista de la semana pasada.

¡Eso Juan, cuéntenos ustedes qué fue lo que les dijeron a los de Memoria Histórica cuando los entrevistaron!

Ay Eduardo, pues la verdad dijimos lo que recordábamos de sus hermanos: que eran buena gente, mamadores de gallo, que pasábamos por toda parte jugando futbol. Que todo el mundo los recuerda con cariño.

¡Eso es verdad! –comentó Jorge que solo había asentido durante toda la conversación–. Todo el mundo recuerda a Justo en su moto para arriba y para abajo, desarmándola y armándola otra vez y a Marce con su gusto por los gallos. Nosotros todavía tenemos a “La escobita”, ese gallo que trajimos de Venezuela que es una cucarachita, pero fino para pelear.

Ay, es que mis hermanos eran muy queridos, yo de eso me acuerdo, que tenían muchos amigos, estaban ustedes y otro poco que no me acuerdo los nombres.

Rosa, pero ellos no solo eran amigueros, ellos siempre nos hablaban de ustedes, de su familia, de sus hijos y hasta de sus nietos. Para ellos, lo más importante era la lealtad –sí, la lealtad a la familia– ellos decían todo el tiempo que la familia es única.

Papá, mamá y hermanos siempre deben estar juntos, sin importar los problemas, por eso ellos siempre vivieron al lado de doña Arse y de ustedes, trataban de no alejarse de casa –afirmó Armando con entusiasmo.

Eso que ustedes dicen es muy bonito y se los agradezco como mamá de Justo y Marce, pero no crean que ellos solo pensaban en nosotros, también en los amigos, o es que no recuerdan cuando se reunían todos aquí y empezaban: –mami, que vamos a hacer un sancocho–, –mami, que vamos a tomar aquí esto–. Y me engañaban, llegaban y compraban dos o tres cajas de cerveza y las metían entre la nevera, –mami, estas cervezas es para venderlas–, y yo les decía –bueno, ustedes aquí no van a ponerme negocio de cantina–, pero ya después cogían una o dos gallinas y hacían un sancocho. A ellos siempre les gustó compartir, y esa es la forma en cómo debemos recordarlos, aunque todos los días nos hagan falta, tenemos que pensar en que nos dejaron juntos como familia, todavía están mis otros hijos, mis nietos, los que están aquí, los que están en el Palomar y el que está en Venezuela, así unidos es que tenemos que recordarlos siempre.

Marcelino y Justo Julio fallecieron en un accidente de tránsito el 20 de septiembre de 2018 en la vía que conduce de Orihueca a La Gran Vía.

JUSTO JULIO

JUSTO JULIO

Justo es el mayor de sus hermanos. Nació en Luruaco, Atlántico, en 1970, en el mismo pueblo donde nació su mamá, la seño Arsenia. Pero no fue mucho el tiempo que vivieron ahí, pasado el año de haber nacido se fueron para Zona Bananera, ahí cerquita donde vivía el abuelo materno. Con su mamá, su papá y los hermanos que irían naciendo en los siguientes años vivieron en una finca ganadera cerquita a Iberia. –Vivíamos en el monte –dice doña Arsenia cuando le preguntan por esa época de su vida–. Desde pequeño, Justo fue muy inquieto, no se podía estar en un solo sitio y desde esa edad le gustaba saber cómo funcionaban las cosas, no en vano aprendería años más tarde de mecánica, viendo a otros trabajar y arreglar cosas.

Justo hizo toda la primaria en Orihueca y cuando tenía como trece años lo llevaron a Barranquilla para que estudiara el bachillerato. –A mi cuñado se le metió la idea de que Justo tenía que ir a estudiar allá –cuenta Arsenia–. Llegó a vivir en la casa de la hermana de Modesto con su familia, y lo inscribieron en el colegio Carlos Meissen. Justo visitaba a su familia en Orihueca cada que podía. –Yo de esa época recuerdo que cada que él venía a visitarnos se llevaba un poco de coco, y allá cuando llegaba a Barranquilla compraba panela y se ponía a comer esa mezcla, ¡a mi hermano sí que le gustaba el dulce! –dice Rosa–. En su familia recuerdan que ese gusto de comer coco con panela lo tenía desde chiquito. Cuando estudiaba en Zona Bananera le decía a doña Arsenia: –mami, mami, dame para una pastilla que me duele una muela–, y con la plata que le daban iba y se compraba un cuarto de panela. –¿Oye y tú, no que tenías dolor de muela? –le decían–, ahí él se moría de risa y seguía comiendo su coco con panela. Justo estudió cuatro o cinco años en el Carlos Meissen, hasta que en una de sus visitas a Orihueca, según sus hermanos, se enamoró y ya no quiso volver a Barranquilla a estudiar.

Después de regresar de Barranquilla, durante varios años, Justo aprendió todas las labores del campo que después puso en práctica cuando llegaron a Las Franciscas. También cuando se fue con su hermano Marcelino a Venezuela, a trabajar en fincas ganaderas durante más de diez años. Cuando llegó de nuevo a Orihueca, Justo ya no trabajó más en el campo. Él hizo un curso de vigilancia y empezó a trabajar como celador. Trabajó en La Línea y ya luego en varias fincas, en La Ceiba, en La Treinta, en Rosario y otras más.

Justo era un hombre simpático. Aunque la gente siempre creía que él estaba bravo, que era muy serio, él siempre llevaba su mamadera de gallo a todas partes, según cuentan. Rosa, su hermana, dice: –yo creo que la gente creía que él era demasiado serio porque así era su cara, siempre tenía esa expresión de seriedad. Pero a él le gustaba bromear, le gustaba cantar, si escuchaba un disco de Farid Ortiz él se ponía enseguida a cantar. –Es que esa música sí que es bonita, donde deje de existir Farid Ortiz se acaba el género romántico en Colombia, porque el único romántico que tiene el país actualmente es él –les repetía a sus amigos una y otra vez cuando se tomaba unos tragos.

Justo siempre fue un hombre muy familiar. Desde joven se fue a vivir con Beatriz, tuvieron cinco hijos: Leidy, Liliana, María, Beatriz y German. Las cuatro mujeres viven en Iberia, el pelao está prestando servicio en el Ejército. Él siempre fue cercano a sus hijas e hijo, pero los realmente consentidos fueron los nietos, en especial Ana Marcela, a ella le decía –mi reina– porque era la única mujer entre siete nietos. Siempre decía –yo quiero una nieta– y nacía puro pelao: un nieto, luego otro nieto, hasta que por fin llegó ella y por eso era así, tan apegado a su nieta.

Al amor por su familia solo le competía el que tenía por la mecánica y las motos. A Justo le gustaba mucho engallar de todo, desde bicicletas y motos, hasta motores de carros. Él aprendió todo eso mirando, nunca hizo curso ni nada, todo fue empírico. Aprendió algunas cosas cuando fue ayudante de retroexcavadora, dragas y maquinaria pesada.

Todo el mundo lo conocía porque le gustaba arreglar motos. –Justo, haznos el dos aquí pa’ ver si la moto arranca. –Justo, Michel desbarató la moto y ahora le sobran piezas, ayúdanos ahí. Y él siempre los ayudaba: –bueno, ahora sí puedes andar, ¡no joda!, ¡cuida más esa moto! Un amigo cuenta, –yo recuerdo una vez que me dijo “vamos pa´ Fundación”, y digo yo, “¡ajá!, ¿y a qué?”, “tú solo acompáñame”, me dijo. “Vamos a arreglarle el carro a un amigo, se lo vamos arreglar nosotros dos”. Le trabajamos todo el día y como a las cinco de la tarde nos vinimos. Entonces yo le pregunté “¡aja!, ¿y cuánto te va a pagar ese ‘man’?”, “no, yo vine a hacerle fue un favor, porque él es compañero mío y tal, ambos trabajamos en La Línea”. La gente sigue recordando la solidaridad que caracterizaba a Justo.

Su orgullo más grande fue la moto-carro que el mismo armó, de esas que en Barranquilla les dicen moto-taxi. Fue la primera moto que tuvo, le quitó parte de la carrocería de atrás y se la adaptó al platón de una camioneta. Todo el tiempo estaba cambiándola. La usaba para transportar personas, guineo, madera, lo que fuera.

Mire que, pensando en las cosas que a él le gustaban, me acordé que a él le gustaba el guineo con pescado –dijo su mamá–, le gustaba el pescado frito, guisado, como viniera se lo comía. Pero no le podían dejar el plato sin sus buenos pedazos de plátano: –ustedes bien saben que a mí me tienen que poner bien sea patacón, sea tajada o sea un guineo cocido, pero no me van a dejar la comida incompleta –solía decir Justo. A diferencia de Marcelino, a Justo el fútbol no le apasionaba mucho, sí veía los partidos, pero la gente no supo nunca por cuál equipo iba. –Yo digo que él era del América, porque él se ponía esa camiseta cuando el equipo jugaba, –nombe que va, él era del Junior, como el hermano, –eso son puros embustes, si más que mirar fútbol, Justo cuando tenía tiempo iba era a la iglesia. Esto último sí era verdad, porque durante mucho tiempo él asistió a la iglesia Cuadrangular, ahí en Iberia. Si tenía turno en el día, apenas llegaba se cambiaba y cogía para allá. Pero si tenía que trabajar por la noche, trataba de asistir en los días de descanso al culto.

Arsenia recuerda con nostalgia y tristeza que Justo era un hombre detallista, no solo porque era quien más la acompañaba a las reuniones de la Asociación de parceleros, luego de que tuvieron que salir desplazados, sino porque él siempre la llamaba en su cumpleaños y le cantaba una canción de Diomedes o le traía un detallito: –el año antepasado por la mañana, él se levantó porque se iba a trabajar como a las cuatro y media, llegó con una mochila que le mandó a poner el nombre, una mochila bordada. Él pensaba que yo estaba dormida y me puso la mano, yo lo sentí y le cogí la mano, y me dice “¡ay vieja estás despierta!”, y le digo yo “le cogí la mano a Papá Dios, ¿qué me trajiste?”, él se miró y me entregó la mochila. Yo siento que mi hijo se estaba despidiendo de mi.

Justo es el mayor de sus hermanos. Nació en Luruaco, Atlántico, en 1970, en el mismo pueblo donde nació su mamá, la seño Arsenia. Pero no fue mucho el tiempo que vivieron ahí, pasado el año de haber nacido se fueron para Zona Bananera, ahí cerquita donde vivía el abuelo materno. Con su mamá, su papá y los hermanos que irían naciendo en los siguientes años vivieron en una finca ganadera cerquita a Iberia. –Vivíamos en el monte –dice doña Arsenia cuando le preguntan por esa época de su vida–. Desde pequeño, Justo fue muy inquieto, no se podía estar en un solo sitio y desde esa edad le gustaba saber cómo funcionaban las cosas, no en vano aprendería años más tarde de mecánica, viendo a otros trabajar y arreglar cosas.

Justo hizo toda la primaria en Orihueca y cuando tenía como trece años lo llevaron a Barranquilla para que estudiara el bachillerato. –A mi cuñado se le metió la idea de que Justo tenía que ir a estudiar allá –cuenta Arsenia–. Llegó a vivir en la casa de la hermana de Modesto con su familia, y lo inscribieron en el colegio Carlos Meissen. Justo visitaba a su familia en Orihueca cada que podía. –Yo de esa época recuerdo que cada que él venía a visitarnos se llevaba un poco de coco, y allá cuando llegaba a Barranquilla compraba panela y se ponía a comer esa mezcla, ¡a mi hermano sí que le gustaba el dulce! –dice Rosa–. En su familia recuerdan que ese gusto de comer coco con panela lo tenía desde chiquito. Cuando estudiaba en Zona Bananera le decía a doña Arsenia: –mami, mami, dame para una pastilla que me duele una muela–, y con la plata que le daban iba y se compraba un cuarto de panela. –¿Oye y tú, no que tenías dolor de muela? –le decían–, ahí él se moría de risa y seguía comiendo su coco con panela. Justo estudió cuatro o cinco años en el Carlos Meissen, hasta que en una de sus visitas a Orihueca, según sus hermanos, se enamoró y ya no quiso volver a Barranquilla a estudiar.

Después de regresar de Barranquilla, durante varios años, Justo aprendió todas las labores del campo que después puso en práctica cuando llegaron a Las Franciscas. También cuando se fue con su hermano Marcelino a Venezuela, a trabajar en fincas ganaderas durante más de diez años. Cuando llegó de nuevo a Orihueca, Justo ya no trabajó más en el campo. Él hizo un curso de vigilancia y empezó a trabajar como celador. Trabajó en La Línea y ya luego en varias fincas, en La Ceiba, en La Treinta, en Rosario y otras más.

Justo era un hombre simpático. Aunque la gente siempre creía que él estaba bravo, que era muy serio, él siempre llevaba su mamadera de gallo a todas partes, según cuentan. Rosa, su hermana, dice: –yo creo que la gente creía que él era demasiado serio porque así era su cara, siempre tenía esa expresión de seriedad. Pero a él le gustaba bromear, le gustaba cantar, si escuchaba un disco de Farid Ortiz él se ponía enseguida a cantar. –Es que esa música sí que es bonita, donde deje de existir Farid Ortiz se acaba el género romántico en Colombia, porque el único romántico que tiene el país actualmente es él –les repetía a sus amigos una y otra vez cuando se tomaba unos tragos.

Justo siempre fue un hombre muy familiar. Desde joven se fue a vivir con Beatriz, tuvieron cinco hijos: Leidy, Liliana, María, Beatriz y German. Las cuatro mujeres viven en Iberia, el pelao está prestando servicio en el Ejército. Él siempre fue cercano a sus hijas e hijo, pero los realmente consentidos fueron los nietos, en especial Ana Marcela, a ella le decía –mi reina– porque era la única mujer entre siete nietos. Siempre decía –yo quiero una nieta– y nacía puro pelao: un nieto, luego otro nieto, hasta que por fin llegó ella y por eso era así, tan apegado a su nieta.

Al amor por su familia solo le competía el que tenía por la mecánica y las motos. A Justo le gustaba mucho engallar de todo, desde bicicletas y motos, hasta motores de carros. Él aprendió todo eso mirando, nunca hizo curso ni nada, todo fue empírico. Aprendió algunas cosas cuando fue ayudante de retroexcavadora, dragas y maquinaria pesada.

Todo el mundo lo conocía porque le gustaba arreglar motos. –Justo, haznos el dos aquí pa’ ver si la moto arranca. –Justo, Michel desbarató la moto y ahora le sobran piezas, ayúdanos ahí. Y él siempre los ayudaba: –bueno, ahora sí puedes andar, ¡no joda!, ¡cuida más esa moto! Un amigo cuenta, –yo recuerdo una vez que me dijo “vamos pa´ Fundación”, y digo yo, “¡ajá!, ¿y a qué?”, “tú solo acompáñame”, me dijo. “Vamos a arreglarle el carro a un amigo, se lo vamos arreglar nosotros dos”. Le trabajamos todo el día y como a las cinco de la tarde nos vinimos. Entonces yo le pregunté “¡aja!, ¿y cuánto te va a pagar ese ‘man’?”, “no, yo vine a hacerle fue un favor, porque él es compañero mío y tal, ambos trabajamos en La Línea”. La gente sigue recordando la solidaridad que caracterizaba a Justo.

Su orgullo más grande fue la moto-carro que el mismo armó, de esas que en Barranquilla les dicen moto-taxi. Fue la primera moto que tuvo, le quitó parte de la carrocería de atrás y se la adaptó al platón de una camioneta. Todo el tiempo estaba cambiándola. La usaba para transportar personas, guineo, madera, lo que fuera.

Mire que, pensando en las cosas que a él le gustaban, me acordé que a él le gustaba el guineo con pescado –dijo su mamá–, le gustaba el pescado frito, guisado, como viniera se lo comía. Pero no le podían dejar el plato sin sus buenos pedazos de plátano: –ustedes bien saben que a mí me tienen que poner bien sea patacón, sea tajada o sea un guineo cocido, pero no me van a dejar la comida incompleta –solía decir Justo. A diferencia de Marcelino, a Justo el fútbol no le apasionaba mucho, sí veía los partidos, pero la gente no supo nunca por cuál equipo iba. –Yo digo que él era del América, porque él se ponía esa camiseta cuando el equipo jugaba, –nombe que va, él era del Junior, como el hermano, –eso son puros embustes, si más que mirar fútbol, Justo cuando tenía tiempo iba era a la iglesia. Esto último sí era verdad, porque durante mucho tiempo él asistió a la iglesia Cuadrangular, ahí en Iberia. Si tenía turno en el día, apenas llegaba se cambiaba y cogía para allá. Pero si tenía que trabajar por la noche, trataba de asistir en los días de descanso al culto.

Arsenia recuerda con nostalgia y tristeza que Justo era un hombre detallista, no solo porque era quien más la acompañaba a las reuniones de la Asociación de parceleros, luego de que tuvieron que salir desplazados, sino porque él siempre la llamaba en su cumpleaños y le cantaba una canción de Diomedes o le traía un detallito: –el año antepasado por la mañana, él se levantó porque se iba a trabajar como a las cuatro y media, llegó con una mochila que le mandó a poner el nombre, una mochila bordada. Él pensaba que yo estaba dormida y me puso la mano, yo lo sentí y le cogí la mano, y me dice “¡ay vieja estás despierta!”, y le digo yo “le cogí la mano a Papá Dios, ¿qué me trajiste?”, él se miró y me entregó la mochila. Yo siento que mi hijo se estaba despidiendo de mi.

MARCELINO JULIO

MARCELINO JULIO

En la finca Mi Hermano y yo se criaban todo tipo de animales: vacas, conejos, patos y gallinas. Pero hubo una época en que creían que se iban a quedar sin gallinas, porque parecía que la peste había llegado para acabar con todas, ya que empezaron a aparecer muertas una tras otra. –Es la gripe –dijo Arsenia creyendo lo peor–, hay que tirarlas, eso no se puede usar. Pero Marcelino, su hijo menor, quien para esa época tenía cinco o seis años, decía –no, mami, eso lo que hay que hacer es un sancocho. Pero Arsenia, como sabía que eso podía enfermarlos, se negó. Hasta que un día Justo, el hermano mayor, se fijó en su hermanito cuando este iba a darle de comer a las gallinas. Marcelino llegó a donde estaba el saco del maíz, cogió el chocorito lleno y se fue a donde estaban las aves. Allá llegó, les tiró la comida y las gallinas llegaron por montones. Cuando ya estaban comiendo, el pequeño Marce empezó a corretear a una, al rato fueron a ver y la gallina estaba muerta. Entonces, Marcelino le dijo a Arsenia –mami, hay que hacer un sancocho. Por el resto de su vida, Marce mantuvo su gusto por el sancocho, pero, así como aprendió a cultivar y trabajar en el campo, también aprendió a cuidar a sus animalitos.

Marcelino Julio nació y creció en Zona Bananera, vivió con sus papás Arsenia y Modesto y sus cinco hermanos en una finca ganadera cuando eran pequeños. Luego se fueron a vivir a Iberia, pero seguían trabajando en las labores del campo. Ya mucho más grande Marce, como le decían de cariño, empezó a trabajar en algunas fincas bananeras de la región. Él era un hombre de estatura media con un poco más de un metro con setenta centímetros, de piel morena tostada por el sol y de contextura gruesa, ganada a fuerza por el trabajo diario como jornalero.

Todo el mundo lo describe como un hombre alegre, juguetón y trabajador, y esto se combinaba bien a la hora de ir a buscar trabajo, según recuerdan sus amigos: –no señor, si vamos a trabajar, tenemos que trabajar nosotros cuatro, que, si solo necesitan a uno, pues entonces no vamos porque nos tienen que meter a todos cuatro –cuenta su amigo Ricardo entre risas–, nosotros con Marce trabajábamos en fincas de guineo, tirábamos machete, “parceliábamos”, tirábamos pala, lo que nos pusieran nosotros lo hacíamos.

Pero Marce no solo era un trabajador responsable, sino que muchos lo recuerdan con mucho cariño. –Si hay una palabra que lo pueda definir es la lealtad, si él andaba con usted no lo iba a abandonar, así tuviera que irse a pie aun estando en la bicicleta. Él era de esas personas que uno no solo puede llamar amigo, sino hermano, siempre va a estar con usted en las buenas o en las malas, –dice Ricardo–. Le ponía el hombro a todo lo que se presentaba, siempre estuvo al pendiente de su familia, no solo de su mamá y sus hermanos, sino de sus cinco hijos: Manuel, Nathaly y Carmen que viven con Mella en el Palomar, Xavier que vive con la mamá en Atlántico, y Ariel, el menor, que vive en Venezuela con su familia materna.

Y pensando en su familia, es que antes del despojo en Las Franciscas Marce, sus hermanos y doña Arsenia cultivaban la tierra que tenían allá. En los días libres y en las tardes después del trabajo cogían para allá, primero a limpiar y quitar el rastrojo, y luego a sembrar. Los fines de semana allá llegaban, llevaban una gallina y hacían un sancocho mientras estaban trabajando y compartían en familia. Después de que pasó todo, Marce siempre dijo que debían seguir luchando para que les regresaran la tierra, para trabajarla. Él y sus hermanos querían sembrar maíz y yuca.

Pero hablando de las cosas que le gustaban al menor de los hermanos Julio Pérez, todo el mundo coincidió en señalar la pasión de Marcelino por el fútbol. –En todas partes parábamos jugando –dice uno de sus amigos–. Marcelino jugó en varios equipos en Zona Bananera, en la Gran Vía y hasta en Ciénaga iban a campeonatos. Él jugaba de defensa central. Era casi que sagrado encontrarse para jugar los fines de semana con sus amigos. En los últimos meses, jugaban los domingos y entrenaban los jueves, aunque el entrenamiento era cada que se podía, así fuera entre semana. Junto con sus amigos jugó en Mi tierra deportivo Iberia, El Barsa, Deportivo Dormo Iberia, entre otros, todos equipos formados entre gente de la región. El deporte era tan importante, que hasta uniformes marcados con sus nombres mandaban a hacer. Jorge cuenta: –yo le regalé unos zapatos rojos que a mí no me quedaban, y él me dijo, “¡no joda!, pero esos zapatos están buenos pa’ hacer unos tacos para jugar fútbol”. Eso fue antes de que él se fuera para Venezuela, para allá se los llevó y los montó, le duraron varios años.

Pero Marce no solo jugaba fútbol, también le gustaba ver los partidos cuando jugaba la Selección Colombia y sobre todo el Junior, ¡porque él era del Junior! Pero no hay que olvidar que, aunque era aficionado, no andaba peleando con nadie por ahí por los equipos. –Yo le voy al Junior porque me nace y me gusta el deporte, pero qué voy a estar discutiendo yo por esos manes, ellos felices allá ganándose su pocotón de plata y uno acá con la cara reventada, –decía.

Por eso a Marce hay que recordarlo así, juguetón. Pero también sensato, como ese día que jugando un partido organizó al equipo desde el fondo con su visión de defensor central, y en uno de sus muchos quites a los delanteros del equipo contrario, vio que le quedó espacio para salir desde el fondo. Marce salió corriendo, se creyó Fernando Hierro cuando en el Real Madrid este salía enfilado, pasaba de cinco y dejaba con opción de gol a alguno de los llamados galácticos. Ese día Marce gritó como nunca el nombre de Jorge, quien no le despegó la mirada esperando el pase. Este fue perfecto, él lo recibió por el costado derecho, corrió mientras le retumbaba en la cabeza lo que Marce le gritaba, y en el arco contrario vio a Jorge sin marca, solo, mirándolo con gestos de recibir un pase y Jorge solo la empujó con delicadeza para irse a celebrar con el viejo Marce, el creador de esa jugada. Ese día lo terminaron tomando cerveza, porque según ellos, era lo mínimo que merecían por haber jugado como el Real Madrid.

HISTORIAS DE VIDA Y RESISTENCIA

Los logros de AUCREFRAN (Asociación de Usuarios Campesinos Retornados a las Franciscas I y II), que ha representado a más de cincuenta familias, han sido posibles gracias a su persistencia y valentía. Muchos miembros no alcanzaron a ver el día en que los largos años de trabajo de la Asociación rendían fruto. Quienes regresan a sus tierras han querido rendir homenaje a varios compañeros y compañeras que se quedaron por el camino de regreso a las Franciscas. Los siguientes perfiles biográficos corresponden a quince personas, cada una con formas distintas de ser y de pensar, a quienes les unió la amistad, el amor por la tierra, el orgullo de ser campesinos y el sueño de recuperar sus parcelas. Recordar sus orígenes, sus anécdotas y sus expresiones de tristeza y alegría fortalece a la Asociación y les llena de fuerza para seguir su ejemplo. A quienes no los conocieron, estos relatos nos inspiran con su legado de honestidad, trabajo y lucha por la justicia en Colombia.

Abel Bolaños

Dora Ortíz

Henry Solano

Hermanos Julio

Hermanos Terán

Ismenia Morales Matos

Jaider Rivera Acuña

José Kelsi

Juan Bautista Charris Pazos

María Encarnación Badillo

Miguel Anchila

Miguel Segundo Manga

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Abel Bolaños

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