Mire, deje que le hable de ella. Todos los recuerdos están ahí. Usted sabe que todo recuerdo uno lo tiene. Uno es como un casete de los de antes, que echa pa’lante la memoria y vuelve y regresa. Ella era blanca, de pelo bajo, con una gran nariz y sus labios eran delgados. Tenía pestañas grandes y a veces la gente pensaba que usaba pestañina[1], pero no. Usted la veía por el pueblo y siempre la encontraba con tacones, con sus labios pintados. La señora Ismenia, cuando se arreglaba, sacaba pecho. Fue una luchadora y a lo que le saliera se dedicaba. Como todos nosotros por acá, formó una familia muy humilde, usted sabe, que hoy sí tenemos y mañana no… Tuvo ocho hijos, se los digo en orden desde el mayor: Ricardo, Ángela, Diamantina, Leonarda, Abel, José, Javier y Faidey. Con todo, ella conocía al detalle lo que se hacía y lo que no, y acá en Las Franciscas le reconocíamos su liderazgo.

Una vez fueron a buscarla a la medianoche. El afán era que Fanny ya iba a tener el niño y un doctor a esas horas no se consigue. Llamaron entonces a su puerta y despertaron a todos. –Necesitamos a la seño. Es por Fanny –dijeron–. Ella alcanzó a escuchar y se alistó de inmediato. Salió y allá se fueron, sin ningún aparato ni nada, a ver cómo le hacían con esa urgencia. Al otro día, alguien ya le había avisado al médico, que llegó prontico y comenzó a examinar al niño. –Gracias a Dios que la ayudaron —dijo— porque, si no, se habría muerto. Ella también sabía de eso. Que yo sepa, ella recibió a cuatro niños de la comunidad.

Pero no se vaya a confundir. La señora Ismenia no es que fuera también la partera, sino que ella era así, le gustaba ayudar y ser servicial. Si usted llegaba, le conociera o no, no se iba sin que le ofreciera un plato de comida; si no tenía a dónde ir, le armaba un espacio cómodo para que se quedara; si había algún enfermo, hasta allá se iba a cuidarlo. Así era con todos. ¿Usted conoce a la señora Carmen, la esposa de Manuel Jiménez? Le puede preguntar a ella cómo era, si no me cree. Mire que, a veces, la seño Ismenia conseguía un buen pescado y se le ocurría invitar a almorzar en su casa a César Raúl, el hijo de Carmen. Al muchacho le gustaba mucho, pero su problema era cuando le daba por ser exigente. Una vez le cocinó el pescado guisao, con su buena yuca y guineo. ¡Y ajá! A él no le gustaba así. ¡Le gustaba frito! Ahí se le iba el grito al pelao: –¡Ismenia, está sin fritar! ¡Tome su pescado y deme huevo! Y ahí mismito ella se ponía a hacerle los huevos. –¡Ay, no! Qué pena, Dios mío, señora Ismenia –decía la señora Carmen–. Pero usted sí es pendeja. ¿Invita a ese pelao a almorzar para que le venga con groserías? Al final se reían. Pregunte y verá, que ella quería mucho a ese pelao.

Nos acordamos mucho de ella, fíjese. Cuando la gente se comenzó a mudar para acá, algunos llegaban enfermitos, con el afán de comenzar a armar su casa, ¿pero así cómo? No sé si le han dicho, pero muchos de estos ranchos que usted ve fueron levantados con ayuda de la señora Ismenia. Ella y don Juan. La señora cargaba agua, batía la tierra, sacaba las bolas de barro con su mano y, ¡zas!, las iba pegando y armando las paredes. Estas casas tienen ese barro. Su barro.

Le digo que es su barro, porque cómo le vamos a quitar que doña Ismenia fue la primera mujer que llegó a vivir y trabajar en la región, por allá en los setenta, al lado de don Juan. Mire, ella fue de las primeras mujeres que limpió la tierra, levantó su casa, armó trocha; acompañó las reuniones iniciales cuando la gente comenzó a organizarse; soportó todas las presiones, primero de la empresa bananera y luego de los violentos, con sus matanzas y todo el miedo que trajeron para quitarnos las tierras; la desplazaron dos veces y dos veces volvió y resistió. ¿Se fija? Y cómo será que, así como andaba atenta a lo que sucedía y respondía a las tareas que se le asignaban, no podía sacarse de la cabeza el bienestar de todos. Como podía, ella se encargaba de que estuvieran bien alimentados. Si la reunión era en su casa, de lo que hacía les brindaba a todos. Así era ella. Siempre le gustó vivir en el monte. De allá bajaba al pueblo en burro o a pie. Era muy feliz. En su casa no le podían faltar los animales. ¡Cómo los quería! Usted la veía criar gallinas, patos, marranos, conejos, pavos y curies. Sí que le gustaba criar piscos. Sus hijos eran quienes agarraban los animales y ella, emocionada, se alistaba a hacer los corrales. ¡Los perros! Tenía ocho y eran la prioridad. No le gustaba que le pasaran tampoco hambre y, si a su familia les preparaba un sancocho de pescado con yuca, a sus perros un sancocho normal. Ya ve, a esa señora no le gustaba cocinar para nadie una mirringa[1].

En una ocasión quiso hacer un buen sancocho para sus hijos y decidieron salir cerca a pescar. Por acá hay un árbol, la ceiba, que cuando usted lo pica le brota una leche. Esa la recogemos en una vasija y se le echamos al agua para que el pez se trabe, para que le dañe la vista. La señora Ismenia alistó el machete y se adelantó a todos para buscar el árbol. Se metió al monte y empezó a picar sola, pero olvidó protegerse los ojos. Uno debe ponerse lentes para que no se le pringuen los ojos, si no, le arderá mucho. Imagínese. Antes de salir le gritaba a una de sus hijas que estaba embarazada: –no vayas a coger esa mata, no la vayas a coger. La tenía asustada con tanta advertencia. Cuando la encontraron, no podía ver. Don Juan tuvo que cargarla hasta su casa y allí le dijeron que tenía que descansar. Duró como tres días ciega.

En 2014 murió. A la violencia, a la que tanto se le escapó, le quitó a su quinto hijo, Abel, y con eso no pudo. Su muerte la obligó irse a vivir a Urabá con don Juan, pero solo aguantaron un año y decidieron volver. Vinieron también los problemas físicos con sus riñones y la retención de líquidos. Desde joven le gustó fumar, y ya adulta lo hacía a escondidas, los pulmones entonces empezaron a fallar y vivía ahogándose. Por más que dio la pelea, la seño Imenia se fue. Tenía 74 años. Quisimos despedirla, pero usted sabe, eso es más de la familia. Se encargaron de acompañarla don Juan y sus hijos Javier, Leonarda, Ángela y Faidey. Que Dios la bendiga, porque se entregó siempre para darnos a todos mejor vida.

[8] Maquillaje para los ojos.

[9] Pequeña o poca cantidad.

HISTORIAS DE VIDA Y RESISTENCIA

Los logros de AUCREFRAN (Asociación de Usuarios Campesinos Retornados a las Franciscas I y II), que ha representado a más de cincuenta familias, han sido posibles gracias a su persistencia y valentía. Muchos miembros no alcanzaron a ver el día en que los largos años de trabajo de la Asociación rendían fruto. Quienes regresan a sus tierras han querido rendir homenaje a varios compañeros y compañeras que se quedaron por el camino de regreso a las Franciscas. Los siguientes perfiles biográficos corresponden a quince personas, cada una con formas distintas de ser y de pensar, a quienes les unió la amistad, el amor por la tierra, el orgullo de ser campesinos y el sueño de recuperar sus parcelas. Recordar sus orígenes, sus anécdotas y sus expresiones de tristeza y alegría fortalece a la Asociación y les llena de fuerza para seguir su ejemplo. A quienes no los conocieron, estos relatos nos inspiran con su legado de honestidad, trabajo y lucha por la justicia en Colombia.

Abel Bolaños

Dora Ortíz

Henry Solano

Hermanos Julio

Hermanos Terán

Ismenia Morales Matos

Jaider Rivera Acuña

José Kelsi

Juan Bautista Charris Pazos

María Encarnación Badillo

Miguel Anchila

Miguel Segundo Manga

HISTORIAS DE VIDA Y RESISTENCIA

Los logros de AUCREFRAN (Asociación de Usuarios Campesinos Retornados a las Franciscas I y II), que ha representado a más de cincuenta familias, han sido posibles gracias a su persistencia y valentía. Muchos miembros no alcanzaron a ver el día en que los largos años de trabajo de la Asociación rendían fruto. Quienes regresan a sus tierras han querido rendir homenaje a varios compañeros y compañeras que se quedaron por el camino de regreso a las Franciscas. Los siguientes perfiles biográficos corresponden a quince personas, cada una con formas distintas de ser y de pensar, a quienes les unió la amistad, el amor por la tierra, el orgullo de ser campesinos y el sueño de recuperar sus parcelas. Recordar sus orígenes, sus anécdotas y sus expresiones de tristeza y alegría fortalece a la Asociación y les llena de fuerza para seguir su ejemplo. A quienes no los conocieron, estos relatos nos inspiran con su legado de honestidad, trabajo y lucha por la justicia en Colombia.

Abel Bolaños

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María Encarnación

Miguel Anchila

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