Hermanos Terán
Hermanos Terán
En la casa no faltaba la gente. En la cocina las mujeres pelaban la yuca y preparaban el arroz, mientras los hombres se preparaban para escamar lo que habían atrapado en la Ciénaga. Alguien dudó:
–¿Pescado?
–Hay pavo.
La idea de las tres familias allí reunidas era la de siempre, pasar el fin de año. Los preparativos comenzaban días antes, para escoger la comida y la casa de la reunión. Se habían decidido por el pavo y cada familia tenía su criadero. Entonces, que no se diga nada más, y se mandaron matar tres, uno para cada comida: uno para el final de la tarde, otro para la medianoche y el último para la amanecida. Con la bebida fue igual, ya lo tenían acordado.
–Ajá, pa’ no salirnos de allá toca comprar el ron.
–¿Quién va? ¿La Mona, Piedra, Pele?
–¡No, qué va! Vamos los tres.
Otra buena parranda la de aquel 31 de diciembre, que no paró sino hasta el otro día, con la olla nuevamente cargada de sancocho, ahora al lado de la quebrada y con invitación a los amigos vecinos. Los vallenatos no faltaron. Jorge, Gustavo y Miguel cantaron y bailaron con sus esposas, mientras sus hijos eran cuidados y consentidos por la abuela, Amaíta.
Así eran las celebraciones. Para los Teherán nunca fue difícil mantenerse unidos porque todo lo hicieron juntos. Fue el mismo deseo de trabajar, tener una parcela propia y ver crecer sus hijos. Le metieron ganas y lo estaban logrando. Se casaron con tres mujeres de la misma familia y cada uno tuvo tres hijos. Levantaron sus casas una seguida de la otra y se ayudaron a la hora de sembrar. Cosa rara, la vida estaba funcionando a pesar de los miedos que rondaban en la tierra escogida. Solo fue hasta que la violencia se desbocó y se encargó de mala manera de ellos.
Jorge, Miguel y Gustavo venían de Bosconia, en el departamento de Cesar, de una familia de catorce hijos, siete hombres y siete mujeres. Ellos eran los menores. Salieron de su tierra a probar suerte en las fincas de Riofrío, cerca de Orihueca, a inicios de los años ochenta, y pasaron un tiempo trabajando en la finca Los Cuarenta. De a poco se conocieron con Elizabeth, Ángela y Matilde, pero fue alrededor del fútbol, una de sus pasiones, como se acercaron definitivamente. Ellas y sus amigas se distraían viendo los partidos de fútbol en la cancha de Iberia y los Terán no perdían oportunidad para montárselas; les preguntaban que por qué no los iban a ver jugar, que siempre estaban invitadas. Se volvió un plan semanal para ellas ir a ver los partidos.
En realidad, la situación para muchos fue curiosa. La dueña de Los Cuarenta era Amaíta, madre de Elizabeth y Ángela, y Matilde era hija de Jairo, uno de sus hermanos. Antes de que se conocieran, alguna vez se le escuchó decir a Amaíta lo siguiente:
–Si a una no le gusta un hombre, no tiene por qué aceptarlo. ¡Hum! Y si a ese hombre no le gusta, una tiene que alejarse de él.
Pero el consejo no tuvo que ser aplicado por las tres mujeres. Poco tiempo transcurrió para que se enredaran, se ennoviaran, se casaran y vinieran los hijos. Así fue. Las tres relaciones eran como relojitos.
En 1987, a Jairo le llegó información por parte de sus amigos de que había buena tierra en Las Franciscas, y que se iban a meter. Los Terán se sumaron al plan y fueron de los que se metieron esa noche. Muchos no quisieron irse a vivir a las parcelas inmediatamente. Los Terán, sí. Fueron de los primeros que hicieron ranchos, mientras que los otros iban en el día a trabajar y se regresaban en la tarde. Aunque las casas que levantaron eran fundamentalmente de bahareque con techo de carpa, le instalaron servicio de energía eléctrica y pudieron llevar televisores. Todo marchaba bien. En la tierra cultivaron papaya, ají, ahuyama, yuca, plátano, patilla que se llevaba a vender a Santa Rosalía en una carreta jalada por un caballo.
La violencia que se desató en esos años felices los hizo mirar otra vez hacia Bosconia. Hicieron el esfuerzo de echar raíces también allá, pero poco a poco se les desmoronaron las ilusiones. Había llegado la hora de buscar una solución.
–Volvamos pa’ la tierra de nosotras.
Lo decisión fue de las mujeres, ellos asintieron y las siguieron. De vuelta en Las Franciscas también participaron en la toma de los predios en 1996. A la hora de la distribución, una de las parcelas, la de Miguel, no quedó cercana a la de las otras dos familias, lo que se les convirtió en cierta forma en un problema. Gustavo entonces tomó la voz y le ofreció parte de su tierra para poder estar juntos.
Era su tercer intento por estar en familia, tranquilos. Se organizaron de nuevo y la rutina diaria consistía en madrugar, preparar el desayuno e ir a sembrar todos, hombres y mujeres. Llevaron en el cinto los machetes, pelaron el terreno y quitaron la maleza. Los Terán habían experimentado cortar el guineo y empacarlo para las empresas bananeras de la región, y, como muchos otros, sintieron que ellos podrían hacer lo mismo en sus parcelas. Al fin y al cabo, sus tierras sumaban nueve hectáreas, nada despreciable, y las trabajarían juntos. El proyecto les sonó a sus mujeres y se enfocaron en que ocurriera.
En este retorno a Las Franciscas dieron muestras de que su compromiso con la comunidad seguía intacto. Otra vez fueron de los primeros en entrar a la hacienda y mudarse, y en la organización participaron del trabajo comunal y se mantuvieron pendientes de las reuniones. Si algo le impedía a alguno asistir a una junta, era reemplazado por su esposa. En general, eran muy apreciados. Los amigos y compañeros de la Asociación y la gente de la zona los definían como juguetones y parranderos, pero, ante todo, como personas que no les gustaban los problemas, que se relajaban con la pesca en la Ciénaga y el juego semanal de fútbol con el Boca Juniors de Marusebia, el equipo de Orihueca.
Los primeros años del siglo llegaron con zozobra a la región. En el día se veía a la gente, pero a las seis de la tarde la mayoría prefería mantenerse en sus casas. Al paso de un carro o una moto ocurrían los sustos. A comienzos de septiembre los Terán recibieron un mensaje: querían hablar con ellos. Hasta el momento no habían tenido problemas y mucho menos amenazas. La cita se concertó para el siete de septiembre. Cayó en un viernes. A las siete de la mañana de ese día, cuatro sujetos llegaron a Las Franciscas en motocicletas. Los hermanos fueron separados de sus esposas e hijos y llevados aparte para tener una conversación.
Al recordar a sus esposos, Matilde, Elizabeth y Ángela narraron cómo eran, cuáles fueron sus gustos, lo que odiaban. Como si se les hubiera pedido un resumen de la vida juntos, expresaron lo vivido de una manera simple y contundente:
–Es la historia de cómo se casaron tres hermanos que andaban juntos con dos hermanas y una sobrina que andaban juntas, que donde estaban ellos, estaban ellas. La historia de unos hermanos tan apegados y unidos que, como prueba, los mataron a toditos tres juntos.
Difícil imaginar que los tres hermanos tuvieron una misma vida. En el cómo se enamoraron, la relación con sus esposas, con sus hijos, sus gustos, en fin, había algunas coincidencias, pero evidentemente no dejaban de existir algunas particularidades.
Gustavo Terán
Gustavo Terán
Le decían La Mona por su piel clara y su cabello rubio y ondulado. Igual que sus hermanos, parrandeaba con la música de Diomedes Díaz y Farid Ortíz, y le encantaba sobre todo la canción “Pregúntele a su hija”. Con Elizabeth formaron la primera pareja del grupo, luego se juntarían Jorge y Ángela y, finalmente, Matilde y Miguel. Tuvieron tres hijos: Viviana Paola, Gustavo Enrique y Rosa Isela.
La vida les trajo altibajos. Al comenzar la convivencia apostaron por los hijos. Nació un varón, pero lastimosamente falleció. Lo volvieron a intentar y llegó Viviana. Las cosas no salieron y Gustavo decidió dejar el hogar. Conoció a otra mujer y quiso darse otra oportunidad de convivir en pareja, esta vez sin hijos. Por su parte, Elizabeth también conoció a alguien y tuvo dos hijos más. Luego, casi al tiempo, los dos se separaron para volver a unirse, esta vez definitivamente.
Y es verdad que estaban hechos para estar juntos. No les faltaron momentos curiosos para probarse el amor. Como aquella vez en que Elizabeth lo vio saliendo de un bar en Orihueca, acompañando, según él, a un amigo. La mente de esta mujer hirvió. Había ido con su hijo y una sobrina, pero tomó paso rápido a su casa y allá los dejó. Quería algo muy drástico. En la casa, los reproches y las excusas iban y venían, pero las razones de Elizabeth se imponían cuando mostraba la rula[11] que llevaba en la mano. Nada que hacer: Gustavo entendió que lo mejor era salir. Su ropa ya había sido guardada en bolsas y la orden de que se llevara a Gustavo Enrique estaba dada. El amigo del bar había observado la discusión.
–Mira, llévale la bolsa a “La Mona” –dijo Elizabeth, cuando descubrió que la habían dejado.
–Él no estaba en algo malo.
–Llévatela, llévatela –y preguntó–, ¿tú no estabas con él allá en el bar?
–No estaba haciendo nada. Solo estaba…
–¡¡Te la llevas!!
[11] Machete.
Se quedó entonces sin los Gustavos, pero por pocos días, hasta que su hijo regresó. El otro insistió en enviar mensajes explicando que todo era una equivocación, pero no recibía respuestas por ningún medio. Dos meses después se arriesgó y fue a verla para insistirle en que no había hecho algo mal. Elizabeth lo escuchó y, como si hubiera una leve discusión, lo perdonó y todo entró en la normalidad. En realidad, ella sabía que el alegato no debió llegar a tanto, pues, a modo de confesión, siempre supo que Gustavo no había mentido. ¿Qué se puede decir? De esa manera, se quisieron y fueron felices.
Cuando llegaba la hora de comer, no tenía muchos problemas. Le gustó el pescado en cualquier preparación, lo mismo con el pollo y la carne. La lista de alimentos que no tocaba se limitó a tres: la cebolla, el tomate y el espagueti. Sobre este último tenía una idea muy radical. Cuando lo veía en el plato, decía:
–Yo no pruebo eso. Es comida pa’ perro.
No fue como su hermano Jorge con el guineo. El plato quedaba intacto hasta que en la cocina no insistieron más.
Cuando arreció la violencia, el miedo no le cayó encima. Muy diferente pensaba la familia, que veía que la situación estaba complicada.
–Uno tiene que cuidarse. Mira que tú… cuídate –decía Elizabeth–, porque Dios dice “cuídate que yo te cuidaré”.
–¡Ay, no! A mí qué me va a pasar, si yo no me meto con nadie. Yo soy un hombre que no me meto con nadie y a mí ninguno me hace na’ –respondía con calma e insistía–, ¿quién se va a meter conmigo?, si yo soy un hombre muy bueno. Nadie se va a meter conmigo.
–Todo no es así. Hay personas a las que les puedes caer gordo. El mundo es así. Todas las personas no le caen bien a uno.
–Dime, ¿quién se va a meter conmigo? Yo no me meto con nadie pa’ que nadie se meta conmigo.
Gustavo siempre fue respetuoso y hasta donde pudo le cumplió a su familia. De haber una noche que lo representara, se encontraría frente a sus hijos diciéndoles:
–Estudien. Estudien pa’ que no tengan que tirar machete como nosotros.
Antes de dormir, pasaría por la piedra de afilar con el machete de su esposa. Desde que viven juntos, él sabe que a ella le cuesta sacarle buen filo. Lo lijará en un solo sentido, como debe ser.
–¿Y mañana, qué? –preguntaría Elizabeth.
–Abrir huecos pa’ sembrar guineo. Vamo’ a sembrar cien semillas.
En ese hombre sentado estaba el buen papá, los bailes en las casetas en las fiestas de Santa María de La Iberia, los paseos al río…
–Vamo’ a hacerlo, pues.
Jorge Terán
Jorge Terán
Fue el mayor de los tres. Se unió con Ángela en matrimonio y fueron padre y madre de tres mujeres, Karen, Clara y Paula. Era alto y de contextura robusta, de ahí que su hermano Gustavo le apodara La Piedra. Su talla la aprovechó en las canchas de fútbol y optó por la posición de defensa central, en la que fue casi impasable. Fue un tipo alegre, seguía y cantaba la música de Diomedes Díaz. Su preferida era “El besito”. Le gustaba estar descalzo, en pantaloneta y sin camisa. Causaba curiosidad porque usaba seguido una prenda muy particular para el que vive en clima caliente: el suéter. De los Teherán fue quizás el que más disfrutaba de la pesca. Se tiraba una atarraya en el hombro y pa’ allá iba él. Esa era su felicidad, estar en los caños y lanzar la red. No le importaba lo lejano que fuera el pozo, así fuera la Ciénaga o El Playón, allá llegaba.
Podría decirse que pescar era una doble dicha, pues para él no había mejor comida que el pescado. Regresaba en las tardes más dichoso que cuando salió; entregaba el pescado a Ángela para escamarlo y cocerlo sin importar la forma. Cuando se pudo, Ángela se lo servía tres veces al día y se lo comía. Su lugar favorito era El Playón. En una ocasión volvió con una buena pesca:
–Me gustaría frito, vamos a hacerlo frito —decía, mientras iba preparando la sartén.
–¡No, hombe, espera! Dale tiempo. Está fresco, deja que coja la sal.
Minutos después ese hombre estaba sentado frente a un plato de macabí. No atendió a la recomendación de Ángela, lo arregló y en seguida lo puso en el aceite caliente.
Se lo comía con arroz, con yuca o solo. Pero que, por favor, nunca se lo sirvieran con guineo. Le causaba dolor de barriga, decía. Ángela sabía de esta queja; sin embargo, al cocinar el bastimento lo intentaba esconder entre el resto de comida.
–Yo no me como el guineo.
–Ajá, ¿y entonces qué hacemo’ con eso?
–Un mote. Eso sí me lo como.
Así terminaba todo. El guineo machacado, con tomate y cebolla revueltos, se unía e iba de nuevo al plato. Cuando no estaba para reproches, realmente lo intentaba. Miraba los guineos y con mucha voluntad cortaba un pedazo y lo llevaba a la boca, luego otro, pero nunca pasó de medio guineo. Ángela lo miraba impaciente:
–¿Tú eres qué?, ¿gringo?
Las hijas presenciaban también el drama del guineo. Miraban a su madre y le decían:
–Tú lo tienes mal acostumbrado. Si él no come guineo, ¡castígalo!
La situación nunca pasó de ser una burla a su padre. Muy al contrario, le preparaban otras de sus comidas favoritas, como el arroz de yuca y la yuca con queso. Jorge se preparaba para ir a traer la raíz, pero su hija Clara se adelantaba e iba a arrancarla con gusto. Jorge sabía que La ollita de café, sobrenombre que él mismo le puso, lo hacía con cariño, que era una de las formas de agradecerle y decirle que lo quería.
La relación con las peladas fue cariñosa. Así lo recuerdan sus dos hijas mayores, pues Paula solo tenía un año cuando lo asesinaron. Con Clara crearon una conexión diferente, de más alcahuetería. Si se iba a bañar, pegaba el grito y le decía:
–¡Niña, vamo’ a bañarnos!
Ella dejaba lo que estaba haciendo y se lanzaba hacia él, se subía en sus hombros y se agarraba fuerte. Ángela contemplaba los juegos con sus hijas, la forma en que les hablaba, lo que les decía.
–Tú acostumbras a tus hijas mal, Jorge.
No importaba. Al fin y al cabo, le gustaba ser ese tipo de papá.
Miguel Ángel Terán
Miguel Ángel Terán
Miguel era de estatura mediana, moreno, cabello crespo bastante apretado. Tenía dos apodos. Corozo, por su piel oscura, y Pele, en referencia al jugador brasilero[12], aunque en los últimos partidos se le veía en el papel de arquero. Fue hincha del Junior de Barranquilla y seguía el vallenato. Una de sus canciones favoritas fue “Sueños y vivencias” de Diomedes Díaz, y también la música de Farid Ortiz. Este hombre con gusto por la parranda y el baile, era callado y tímido. Si le hablaban, respondía; si no, se mantenía mudo. De los Terán era quien hacía el llamado a la atención y a la calma, y en varias oportunidades corrigió a sus hermanos. Si se daba el caso de que pudieran obtener una gallina, un pollo u otro animal doméstico, no dejaba que eso sucediera porque no se sabía quién era el dueño.
Fue él quien trabajó primero en la finca Los Cuarenta. Le atrajo Matilde, pero vivía en ese momento con otra mujer, por lo que no tuvo más remedio que romper con su compañera. Por el lado de Matilde también había sentimientos. Al comienzo pensaba que era algo feíto, pero sí que sabía cómo tenerla en las nubes. Con ella Miguel se mostró cariñoso y detallista. Esa fue su táctica de conquista, aunque no todas le salieron.
[12] Lo pronunciaban sin el acento agudo.
Un día le llevó bolitas de chocolate a la enamorada. Matilde observó el regalo y dijo:
–Yo no quiero eso. Yo no como chocolate.
Miguel insistía en que se quedara con el dulce y ella a que no. Fue un tira y afloja de media hora. Matilde no quería aceptar porque lo que realmente deseaba era otra cosa:
–Yo quiero queso. Yo quería pan con queso.
Al final ella recibió el obsequio, pero su pequeño desquite fue no hablarle. Él había tomado nota y fue a conseguir lo que Matilde deseaba. Dos días después ella le volvió a dar palabra y Miguel fue preparado. Apareció en su puerta con un pedazo de queso y varios panes. La misma mirada que con el chocolate y la misma respuesta:
–No.
–Es pan y queso.
–Ya no quiero.
Miguel se sorprendió:
–A ti quién te comprende…
Ángela presenció callada ese va y viene. Tomó el paquete que también fue rechazado por la novia y desapareció. Por fortuna, Miguel no bajó su empeño y siguió llevando detalles hasta que ella los aceptó.
A Matilde también le tocó su parte. No veía con buenos ojos que Miguel tomara ron y cerveza sin importar el día. En sus citas, cuando hablaron de convivir juntos, el tema se puso sobre la mesa. Miguel la escuchaba y no tenía cómo responder; sabía que en el reclamo había mucha verdad. Le prometió un cambio, lo que en efecto sucedió. Entre semana se concentró en el trabajo de su parcela, mientras los sábados y domingos se tomaba un trago con sus cercanos.
Miguel fue un padre muy bonito. Tuvo dos hijas, Yarima y Yuritza, y un varón, Miguel Ángel. Los trató muy bien y nunca les pegó. Matilde era la de mano dura y eso, a él, le generaba mucha rabia. Sin embargo, un día no se contuvo y golpeó a Yarima, la mayor. En una discusión, la niña respondió con una grosería y a él no le gustó. Mala cosa, Miguel comenzó a sentir el dolor del remordimiento.
–Te juro que nunca más les voy a pegar —le dijo a Matilde.
Así fue. Desde ese momento, cuando había un comportamiento para corregir, gritaba:
–¡Te voy a pegar, te voy a dar duro porque no haces caso!
Ese llamado solo lo soltaba cuando ya tenía mucha rabia en la cabeza, que al final se le desaparecía rápidamente. Cuando llegaba el cumpleaños de alguno de sus hijos, aparecía con regalos, que generalmente era ropa. Rechazó organizar fiestas de celebración para cualquiera de sus hijos; para él, ese dinero que se pensaba invertir funcionaría mejor en más regalos.
Uno de sus placeres eran las aves. Las atrapaba y las enjaulaba. Matilde no aceptó esta práctica y se lo reprochó.
–¿Y es que a usted le gusta estar encerrado?
–Déjalos quietos que alegran la casa –y explicaba su razón–. Cuando no hay niños, ellos alegran la casa.
–Sí, ¿pero te gustaría estar encerrado también? Mira, te voy a encerrar también. Y nada más te voy a poner un poquito de comida. Y un poquito de agua para que te bañes y bebas de esa agua. Te voy a encerrar…
–Lo de tomar y bañarse en la misma agua, eso es normal para ellos. Yo no podría beber de esa misma agua –respondía con calma.
–Ajá, pues así te voy a poner también.
En una jaula tenía un mochuelo, regalo que le trajeron de Bosconia. Y en otra un azulejo que él mismo capturó.
También le gustaron los gallos de pelea y llegó a criar algunos. Precisamente uno de esos animales fue el motivo de discordia con uno de sus hermanos. Gustavo logró sacar del palo en donde dormían a Giro, un gallo fino de pelea, el favorito de Miguel, y lo llevó a una riña. Lo tomó prestado para una pelea y puso todas las esperanzas en él. En la gallera decían que tenía buena pinta y eso lo motivó a apostar, lo que era normal en los Terán. El plan no le salió del todo bien a Gustavo. Giro perdió la pelea, y debió ir a contarle la suerte del ave a Miguel. Al enterarse, su reacción fue de seriedad con su hermano, pero solo le duró dos días.
Miguel soñaba despierto. Veía su casa levantada con ladrillo y cemento. Una empacadora de guineo y, al lado, cajas listas para exportar. Sus hijos grandes, estudiados.
–Alguno será un abogado –le decía a Matilde–. Otro un veterinario.
Al morir, Matilde fue a buscar su billetera. Quería conservar la cédula, pero al parecer los asesinos no la dejaron. Tiempo después, husmeando en bolsas, la encontró, refundida con cosas para botar. Había vuelto Miguel. Sus hijos le pidieron una foto de él, grande, para tenerlo también con ellos. Así lo hizo. La billetera la conserva Miguel Ángel.